Blanca, azul, índigo
La conocí una mañana de sol, café con miel y cien olores de colonia. Un collar de cuentas de vidrio le columpiaba en el escote. Un escote como la cañada de un río alegre, con una peca allí y un pliegue allá. Se mesaba una guedeja pasándola por delante del cuello. Y se reía de sopetón, como si la presa de sus carcajadas se rompiera. En los parterres había algo de césped seco y amarillo. Bolas espinosas de papel de aluminio y latas de refrescos. El sol calentaba con ternura, y ella olía a crema de melocotón. Estábamos todos sentados, mirando al cielo, limpio como una pasta de dientes. Si acaso, alguna nube estirada a lo lejos, como una mancha prolongada de tiza que se difumina, como el algodón comestible de las ferias. Y me la presentan mis amigas, las que a veces me invitaban a cigarrillos insípidos. «Esta es Blanca». Me quité las gafas de sol y le di un beso en cada mejilla. Sus pendientes de ágata tintinearon como un monaguillo despistado. Sus ojos eran índigos, de un tono igu...