El anillo


Un anillo plateado sobre el tercer dedo de la mano derecha. Llevo veinte años portándolo, y la gente me pregunta, curiosea, fantasea, bromea...Yo callo y no doy explicaciones. Me he tenido que acostumbrar a no quedarme anclado en el pasado, ni a volver a maldecirlo. Mi mujer también me pregunta, pero es algo de lo que no quiero hablar con nadie. Me llevo la historia a la tumba.

Ana está presente en mi vida, pero no en forma pretérita. Ana vive en mí.  Vive en mi presente, no sé si de manera acertada, pero sí sé que es de manera natural y espontánea. Cuando pienso en silencio, mantengo una conversación con ella; no sé si es imaginada, no sé si es una alucinación auditiva, pero yo la vivo como real, como si estuviera compartiendo algo con ella y quisiera saber su opinión, como si quisiera ser escuchado por ella. Cuando veo algo bello, cuando oigo música enternecedora, me da la impresión de que Ana comparte esas sensaciones conmigo, y que se conmueve. Que nos conmovemos. Cuando algo me hace gracia, creo oír sus risas en alguna parte. Cuando he llorado, he notado un abrazo profundo, muy interior, consolándome. Nos conocemos muy bien, diría yo. No en vano, son diez años de intenso noviazgo.

Nos conocimos en una fiesta tras la selectividad, en 1990, a la que acudíamos estudiantes de varios institutos. No querías beber alcohol, porque habías traído el coche, y tenías pautado un antibiótico por un asunto dental. No querías saludar con besos, pudorosa de que la presumible infección te ocasionara mal aliento. Congeniamos rápido, a pesar de los pesares: había tal nivel de juventud rabiosa y ruido que era imposible hablar con calma con alguien. Apenas había espacios exteriores para aislarse del vendaval sonoro. Pero entre tanto ruido, estaba tu mirada. Y me sostenías la mía, silenciando el estruendo que nos rodeaba. Los dos queríamos divertirnos en el grupo donde estábamos y al mismo tiempo queríamos más intimidad. No tuvimos ocasión de hablar más de diez minutos en privado, pero yo no dejaba de mirarte. Tu mirada.

Hablando de nuestras aspiraciones futuras más inmediatas, las carreras a elegir, nos volvíamos locos con los proyectos a emprender. Nunca te lo llegué a decir, de palabra, pero estudié Derecho por ti, tú me convenciste más adelante, me arrojaste luz en esas primeras horas nuestras. Y tú te fuiste a Farmacia, lo tenías claro desde siempre, me decías. Al despedirnos esa noche, te pedí el teléfono, y te pregunté si te podía llamar en otra ocasión.

Volvimos a quedar sin parar. Nos conocimos profundamente, nos enamoramos, y las carreras respectivas las pasamos como novios. Algún altibajo, alguna mala racha, pero años satisfactorios, y hablando abiertamente del futuro en común. Perspectivas laborales reales para ambos, el futuro parecía querernos. Yo te quiero, Ana, y no entiendo la vida sin ti, no entiendo mi vida sin sumergirme en tus ojos cada mañana. Ella compartía esa visión, así que nos esperaba lo mejor que a un hombre y a una mujer que se quieren les puede esperar. Me quieres, y me lo dices cada vez que puedes. Me lo dices sosteniendo la mirada. Esa mirada.

Te quedaban 17 kilómetros para llegar a Madrid. Un verano para olvidar, y mucha gente incrédula. La sensación de irrealidad empezó a gobernar mi vida, pero no me permití parar. Me centré en el trabajo y en la familia, pero me negué a olvidarte, Ana. Me quisieron dar antidepresivos, pero no los acepté. No voy a quitarme la vida, les decía. Quiero sentir toda la tristeza posible, porque es es un reflejo inverso del amor que te tenía. Aunque me consuma, si me acabo consumiendo, merecerá la pena, me decía. Y hoy día me alegro de haber sufrido de esa manera, sin el filtro farmacológico, porque ese dolor fue mi dolor, puro, tan puro como el amor, tan real como la muerte, tan intenso como el significado de la vida.

Aunque rehagas la vida, que lo hice, aunque vuelvas a sonreír, aunque vuelvas a amar...No pienso olvidarte, me dije desde siempre. Ana, tú me haces bien. Tampoco me quedaré anclado de manera estéril en el recuerdo, en tu recuerdo, pero no te olvido y punto, como declaración de intenciones grabado en mi espíritu. Y eso significa que te llevo conmigo en el presente. Que el pasado no me hace daño. Que he avanzado. Que hemos avanzado. Juntos.

El anillo que pensabas darme, tras meses de lo sucedido, llegó por fin a mi, tras muchas conversaciones. No cayeron lágrimas de tristeza cuando me lo coloqué, fueron lágrimas de alegría y nostalgia. Estaba feliz de tenerlo. En momentos de tensión y estrés, me sorprendo a veces tocándolo, como si fuera un amuleto, y me calma incluso de manera inconsciente. Te quiero, Ana, estés donde estés. Siento que estás en mi corazón y en mi mente, y que tú me moldeaste, que yo soy parte de ti; de alguna manera, sé que tú me sigues queriendo. Fueron diez años de vida conjunta, y las marcas quedaron señaladas muy dentro de mi de manera indeleble. Yo soy mejor persona porque pude conocerte, amarte, y ser amado por ti. No sería el que soy sin todo lo vivido.

El anillo que yo pensaba regalarte, lo pude depositar entre tus restos, de manera disimulada. Era para ti, y para ti fue, y es. Lo tienes tú, igual que yo tengo el tuyo. Me siento unido a ti a través del anillo. Y quiero a mi mujer, y a mis hijos, y a mi vida. A mi vida de principio a fin, donde te incluyo. Han pasado ya veinte años de tu pérdida, y me niego a olvidarte, desde un presente en común.  

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