Blanca, azul, índigo



La conocí una mañana de sol, café con miel y cien olores de colonia. Un collar de cuentas de vidrio le columpiaba en el escote. Un escote como la cañada de un río alegre, con una peca allí y un pliegue allá. Se mesaba una guedeja pasándola por delante del cuello. Y se reía de sopetón, como si la presa de sus carcajadas se rompiera.
En los parterres había algo de césped seco y amarillo. Bolas espinosas de papel de aluminio y latas de refrescos. El sol calentaba con ternura, y ella olía a crema de melocotón. Estábamos todos sentados, mirando al cielo, limpio como una pasta de dientes. Si acaso, alguna nube estirada a lo lejos, como una mancha prolongada de tiza que se difumina, como el algodón comestible de las ferias. Y me la presentan mis amigas, las que a veces me invitaban a cigarrillos insípidos. «Esta es Blanca».
Me quité las gafas de sol y le di un beso en cada mejilla. Sus pendientes de ágata tintinearon como un monaguillo despistado. Sus ojos eran índigos, de un tono igual que el de aquella cala de verano, al atardecer. Adonde mi abuelo no podía bajar, pero que observaba junto a un pino mientras se abanicaba. Donde me bañaba sin olas y sin otro ruido que una gaviota perezosa. Un índigo de languidez y de sabor a sandía o melón. De aroma a sardinas con costra de plata que se tuesta junto a la brasa. Una brasa de madera incandescente y humo pegajoso.
Me dijo que le gustaba mi carpeta y que le hacía gracia cómo había forrado el diccionario de Griego. Manolo, que sudaba con goterones rápidos y pesados, contó otro chiste y reventó a reír. Nos dijo que esa noche habría fiesta en su chalé, que la piscina estaría caliente como una sopa y la cerveza fría y escarchada. Y música y carne a la parrilla. Y estrellas y whisky.
Blanca apenas escuchaba. Se encorvaba hacia atrás, con las palmas acariciando el césped, la cara al sol, los ojos cerrados. Le caía el pelo como una cortina en una casa antigua. Su piel, anaranjada y fogosa, igual que un atardecer insolente. El collar de cuentas de vidrio —vidrio esmaltado y pulido— se le colaba en el escote como una sierpe descarada en busca de tacto tibio y blando. Y esa noche habría fiesta, y piscina, y estrellas, y whisky y carnes en las brasas rosadas.
Aunque me decían que tenía novio, se volvió conmigo en el autobús. Un autobús rojo y desconchado, con asientos de formica y olor a diésel. Tan abarrotado, que se me sentó encima, y me pasó el brazo tras mi cuello. Se descargó sobre mí, cansada y adormecida, con una chispa índigo que le salía de los ojos. Era como el agua de aquella cala oculta, con las olas achaparradas que susurraban al romperse. Con mi abuelo sonriendo y abanicándose desde el promontorio. Con el olor de las sardinas y el queso fresco.
Aquella noche, con su traje de lino blanco traslúcido, se me volvió a quedar dormida encima. Estábamos en una esquina del jardín, lejos de unas farolas trémulas rodeadas de murciélagos. Lejos incluso de una música acolchada que seguiría escuchando cada noche de ese verano. Nuestras copas aún llenas y espumosas. El relente, caprichoso como los grillos con su desordenada melodía estelar. Su collar de cuentas de vidrio ya no me estorbaba. Paladeé ese olor de crema solar de melocotón, esa peca, esos pliegues, aquellas cañadas y caprichos, igual que la sierpe.
Hoy me envía un mensaje con la foto de su nuevo bebé. La primera foto que le han sacado, me dice. Un niño arrugadete, rosado como un amanecer, y con ojos cerrados. Cerrados, pero azules como aquella cala en verano.

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