Hasta que empecé a quererte


Hasta que empecé a quererte




Tuve entonces la sensación de que buscaba con su mirada nuestros corazones, adentrándose en su pasado.
K. Wojtyla

S
iempre se ha reservado las cosas que, por una intuición muy suya, entiende que han de velarse. Si mi interior habría que compararlo más bien con cavidades kársticas de algún lugar remoto y yermo, el suyo es un espacio tan habitado como un hogar repleto de vida. Con sus paredes y sus ventanas y sus cortinas, con su ajuar valioso y gastado de tan vivido y sus enseres queridos. Sobre todo, habitado. Un hogar ruidoso donde las siestas son paz armada y todo conspira contra la introspección.

Quizás es por esta razón por lo que ella sabe, entre otras cosas, qué callar. No es algo a lo que se haya forzado ni que le haya sido instruido exactamente, sino que le es natural. De alguna manera, preserva un fuego del mundo antiguo en su forma de desenvolverse en el mundo. Otro ritmo. Quizás es la fe que se encarna y el ritmo de Dios que se va asimilando.

Ella sabe que en el arte de custodiar se juega una vida que se fragua en pequeños detalles. Un pequeño acá; un pequeño no allá. Este saber, este intuir qué es digno de ser velado implica, naturalmente, que nunca me dice lo que quiero oír.

En las habitaciones que componen su ser habita un amigo, un hermano, un familiar, aquella persona por la que se preocupa y que jamás es ella misma. Alguien me dijo una vez que las mujeres se encuentran más cerca de Dios. Por ese darse, por ese entregarse; por esa propensión al cuidado.

También hay cosas que no entiende y que quiere entender. Yo, que, gracias a Dios no soy un incrédulo, no puedo menos que prometerle con total convencimiento que tarde o temprano las entenderá, de la misma manera en que yo me lo prometo a mí mismo.

En ocasiones percibo en ella un cierto enredo; pero cuando pasan los días descubro que ese enredo, a veces desproporcionado, nace de un esfuerzo por combatir esa clase de mediocridad que poco a poco va sedimentándose hasta interrumpir el curso de las aguas, y que, finalmente, termina por pudrir las vidas.

−Creo que quieres quererme −me dijo con un nudo en la garganta, un día imborrable.

«Pero no me quieres»; esa era la continuación. En aquel momento contesté que no, que la quería; aunque llevaba razón. Casi siempre la lleva. Quería quererla y no la quería. Era tan solo… acción. Acción contra el don, por desvivirme en ser origen, sin saberlo. Inconscientemente, trataba de hacer corresponder la realidad con mi pensamiento, convirtiéndole a ella en reflejo de lo que yo quería. Un fracaso cuando el otro goza de esa libertad que convida al decoro, la discreción y la obediencia.

Ahora recuerdo con recelo y rubor aquellos días. Qué frágiles parecen hoy. Improvisados, pero todavía sin naturalidad; apasionados, pero todavía inquietos. Hay días en que no me reconozco en los recuerdos, aunque yo a ella la reconozca íntegra, desde que la viera por primera vez. ¿Le pasará lo mismo?

Ha pasado el tiempo y es mi vida. Cada día se adentra en estas cavidades kársticas, como un eremita en una gruta escondida. Me tiende la mano, me besa en la mejilla, se ríe de mí, me acompaña afuera, ascendiendo desde las entrañas de la tierra, donde acostumbro a huir, seducido por el crepitar de la misma hoguera arcaica y sus destellos que tornan a los sentidos la roca muerta en contornos coruscantes; como esas ilusiones sublimes en que pueden caer los ensimismados, que diría un sabio catalán. Cualquier tentación romántica, ella la vuela por los aires. Le basta reírse o callar.

Todavía no lo sé, pero por alguna razón sospecho que el día de nuestra boda querrá llevar su rostro velado.


Madrid, abril de 2020

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