Hombre hablando de mujer
Hombre hablando de mujer: la madre de todos los complejos
La historia que inspira mi titular es de hace casi treinta años; y entonces yo tenía veinte. El “payo-patriarca” de los Bush de toda la vida (léase Texaco) decía en los albores de la Primera Guerra Mundial Televisada en Directo que “esto no va a ser un nuevo Vietnam” mientras Sadam Hussein respondía arengando a sus maltrechas tropas de ocupación en Kuwait con una cita que pasó a la Historia: “esta va a ser la madre de todas las batallas”.
El reto lanzado al Averno de las redes sociales por una mujer que escribe como las diosas del Olimpo (he abierto un vino bueno: quiero soñar que Afrodita entrevistaba así) me espoleó una noche de invierno que por fin se parecía a lo que fue una vez, eso, el invierno. Un concurso literario espontáneo (de andar por Twitter: “con toda la libertad que para eso es mi movida”) con el tema “Hombre hablando de mujer” proponía en su piado Esperanza; y yo no lo dudé ni un segundo: esta es la madre de todos los complejos. Para todos nosotros, los hombres. La especie humana, o sea. A escribir.
Puedo adivinar los relatos de mis competidores concursales: la mujer como ser superior del Universo, que genera la vida desde lo más profundo de su vientre y la quintaesencia de los más excelsos valores del ser humano, con el bendito adorno de la belleza por naturaleza. Alguno que me iguale en edad y obsesiones sexuales perpetrará una historia que pretenderá despertar la sensualidad de una parroquia femenina que, sin embargo, no dejará de imaginarse a un escritor sórdido levantando (coño, qué verbo) pocas pasiones. Da igual. Si me ganan, digo.
Creo recordar (me encanta escribir de memoria) que el tuit de la convocatoria apelaba a su manera al mantra siempre perfecto de “lo bueno, si breve, dos veces bueno” y a ello me aplico, sin usar aún el comando que cuenta las palabras en el ordenador. Mil son muchas: espero que alguna sea buena. Como hombre que intenta despojarse de todos los complejos del mundo a la hora de hablar, en genérico, de personas como sus dos abuelas, su madre y su hija; y por supuesto amigas y amantes (y lo que uno haya podido hacer parecer, a alguna señora, como pareja) tengo que ponerme serio (y triste) porque he llegado a una conclusión inconfesable, que sin embargo ahora me atrevo a compartir: la mujer es siempre la perdedora.
No quiero enrollarme con argumentos tan conocidos como los que apelan a la diferencia de fuerza física, o charcos (aquí ya ni lo llamo argumento) relativos al propio carácter femenino; así, tan tosco en su indecente generalización. Iré al grano: siempre he querido ver a las mujeres como el vértice de la pirámide; y siempre he fracasado. A veces por mi culpa, por un enfoque equivocado: no hay vértice que buscar porque ellos, mujeres y hombres, por lo general construyen familias y no pirámides.
Pero esta noche vengo venenoso: tengo que confesar el porqué de mi visión pesimista alimentada a golpe de cobardes silencios ante lo que percibo en los últimos años. Veo a la mujer perdiendo cada día, en las batallas de la vida cotidiana o las discusiones bizantinas de las redes sociales, la guerra más importante que todo ser humano debe ganar: la de su propia dignidad. Ya sé que suena paradójico y que incluso parecerá fácilmente rebatible; pero mi veredicto se asienta en un detalle que no ha sido analizado con la importancia que tiene: la mujer vive hoy en un conflicto de varios frentes con los que no tenía que lidiar en otros tiempos (ya oficialmente oscuros) pasados. Y el resultado es que se ataca a sí misma.
De todas esas guerras la mujer está saliendo maltrecha, por ahora, por su propia responsabilidad. Hay ejemplos. En una burbuja social como Madrid, los niñatos de hoy son más machistas de lo que lo fuimos los jóvenes de hace tres décadas. Y ojo, el problema no reside en los hombres: seguimos siendo igual de niñatos incluso con cincuenta porrazos a la espalda. Sucede que las jóvenes de ahora tal vez no tienen las herramientas que sí usaban sin complejos (y sobre todo sin piedad) sus madres hacia sus amigos o futuros maridos. Ya sé que esta es una generalización más que puede ser tumbada en mucho menos de mil palabras. No me importa: aún llevo menos de setecientas.
Voy rematando. Solamente las mujeres podrán salir de un bucle que se ha agarrotado en el punto más vicioso posible: que se maten socialmente entre ellas. Un nudo gordiano, digo, tan bien urdido, que pareciera haber sido enredado por un Maquiavelo que sería confundido, en efecto, por otra mujer. El bucle que atenaza al sexo femenino en el silo XXI (y que tanto me entristece a mí) es la división y las trincheras. Más ejemplos: lo que estamos viviendo este mismo mes de marzo de 2020.
Ése poder que algunas mujeres se arrogan sobre el resto para entregar credenciales de feminismo es realmente una forma de machismo denigrante, que sólo está sirviendo para que en esta sociedad descompuesta gane la gente de peor calaña y que, efectivamente, sí: por lo general son hombres. Y que suelen tratar a la mujer desde un punto de vista (léase complejo, una vez más) superior, alimentado por la energía que ellas desperdician en el barro.
Ellas se enzarzan en su pelea de trincheras y a mí se me ocurre pensar en esas cosas de rabiosa actualidad que pasan desapercibidas, mientras se cuelga del palo mayor a Plácido Domingo por acusaciones relativas a presuntos hechos acaecidos hace treinta años. Me pasma constatar cómo salen gratis (de cara a la galería pastueña de esta maltrecha piel de toro) el patriarcado de Pablo Iglesias o los tics machistas de una TV con el peso ideológico de La Sexta que, en el fin de semana dedicado a la mujer, convoca a dos ex políticos en prime time con la siguiente brecha demencial: José Bono analiza el pacto de coalición del gobierno, mientras a Celia Villalobos la ponen a cocinar. Después de hablar de feminismo.
Ya mascullé las mil palabras, pero no tengo claro que me haya explicado bien; ¿Qué culpa tienen, entonces, las palabras? Por lo tanto concluyo: para el hombre, hablar de la mujer siempre será algo complejo y fuente de complejos; pero más hoy en día si cabe. Vivimos en un tiempo donde una devastadora forma de dictadura (la de nosotros mismos con nuestro propio pensamiento, o viceversa) nos ha llevado como sociedad a una deriva sin retorno; tras la pérdida de los valores tradicionales y la pavorosa hediondez de algunos de los nuevos, que aparecen en los catecismos mediáticos de riguroso estreno contemporáneo.
Y en todo ese magma, de nuevo la mujer perdiendo; como víctima definitiva, esta vez, de sí misma y de su guerra incivil dentro de su propia condición. Insisto: en abril hubiera escrito algo más sensual o en octubre más nostálgico (siempre bajo el yugo de lo políticamente correcto) pero este marzo envenenado de peleas femeninas solamente he podido hablar, sí: de mis complejos.
La historia que inspira mi titular es de hace casi treinta años; y entonces yo tenía veinte. El “payo-patriarca” de los Bush de toda la vida (léase Texaco) decía en los albores de la Primera Guerra Mundial Televisada en Directo que “esto no va a ser un nuevo Vietnam” mientras Sadam Hussein respondía arengando a sus maltrechas tropas de ocupación en Kuwait con una cita que pasó a la Historia: “esta va a ser la madre de todas las batallas”.
El reto lanzado al Averno de las redes sociales por una mujer que escribe como las diosas del Olimpo (he abierto un vino bueno: quiero soñar que Afrodita entrevistaba así) me espoleó una noche de invierno que por fin se parecía a lo que fue una vez, eso, el invierno. Un concurso literario espontáneo (de andar por Twitter: “con toda la libertad que para eso es mi movida”) con el tema “Hombre hablando de mujer” proponía en su piado Esperanza; y yo no lo dudé ni un segundo: esta es la madre de todos los complejos. Para todos nosotros, los hombres. La especie humana, o sea. A escribir.
Puedo adivinar los relatos de mis competidores concursales: la mujer como ser superior del Universo, que genera la vida desde lo más profundo de su vientre y la quintaesencia de los más excelsos valores del ser humano, con el bendito adorno de la belleza por naturaleza. Alguno que me iguale en edad y obsesiones sexuales perpetrará una historia que pretenderá despertar la sensualidad de una parroquia femenina que, sin embargo, no dejará de imaginarse a un escritor sórdido levantando (coño, qué verbo) pocas pasiones. Da igual. Si me ganan, digo.
Creo recordar (me encanta escribir de memoria) que el tuit de la convocatoria apelaba a su manera al mantra siempre perfecto de “lo bueno, si breve, dos veces bueno” y a ello me aplico, sin usar aún el comando que cuenta las palabras en el ordenador. Mil son muchas: espero que alguna sea buena. Como hombre que intenta despojarse de todos los complejos del mundo a la hora de hablar, en genérico, de personas como sus dos abuelas, su madre y su hija; y por supuesto amigas y amantes (y lo que uno haya podido hacer parecer, a alguna señora, como pareja) tengo que ponerme serio (y triste) porque he llegado a una conclusión inconfesable, que sin embargo ahora me atrevo a compartir: la mujer es siempre la perdedora.
No quiero enrollarme con argumentos tan conocidos como los que apelan a la diferencia de fuerza física, o charcos (aquí ya ni lo llamo argumento) relativos al propio carácter femenino; así, tan tosco en su indecente generalización. Iré al grano: siempre he querido ver a las mujeres como el vértice de la pirámide; y siempre he fracasado. A veces por mi culpa, por un enfoque equivocado: no hay vértice que buscar porque ellos, mujeres y hombres, por lo general construyen familias y no pirámides.
Pero esta noche vengo venenoso: tengo que confesar el porqué de mi visión pesimista alimentada a golpe de cobardes silencios ante lo que percibo en los últimos años. Veo a la mujer perdiendo cada día, en las batallas de la vida cotidiana o las discusiones bizantinas de las redes sociales, la guerra más importante que todo ser humano debe ganar: la de su propia dignidad. Ya sé que suena paradójico y que incluso parecerá fácilmente rebatible; pero mi veredicto se asienta en un detalle que no ha sido analizado con la importancia que tiene: la mujer vive hoy en un conflicto de varios frentes con los que no tenía que lidiar en otros tiempos (ya oficialmente oscuros) pasados. Y el resultado es que se ataca a sí misma.
De todas esas guerras la mujer está saliendo maltrecha, por ahora, por su propia responsabilidad. Hay ejemplos. En una burbuja social como Madrid, los niñatos de hoy son más machistas de lo que lo fuimos los jóvenes de hace tres décadas. Y ojo, el problema no reside en los hombres: seguimos siendo igual de niñatos incluso con cincuenta porrazos a la espalda. Sucede que las jóvenes de ahora tal vez no tienen las herramientas que sí usaban sin complejos (y sobre todo sin piedad) sus madres hacia sus amigos o futuros maridos. Ya sé que esta es una generalización más que puede ser tumbada en mucho menos de mil palabras. No me importa: aún llevo menos de setecientas.
Voy rematando. Solamente las mujeres podrán salir de un bucle que se ha agarrotado en el punto más vicioso posible: que se maten socialmente entre ellas. Un nudo gordiano, digo, tan bien urdido, que pareciera haber sido enredado por un Maquiavelo que sería confundido, en efecto, por otra mujer. El bucle que atenaza al sexo femenino en el silo XXI (y que tanto me entristece a mí) es la división y las trincheras. Más ejemplos: lo que estamos viviendo este mismo mes de marzo de 2020.
Ése poder que algunas mujeres se arrogan sobre el resto para entregar credenciales de feminismo es realmente una forma de machismo denigrante, que sólo está sirviendo para que en esta sociedad descompuesta gane la gente de peor calaña y que, efectivamente, sí: por lo general son hombres. Y que suelen tratar a la mujer desde un punto de vista (léase complejo, una vez más) superior, alimentado por la energía que ellas desperdician en el barro.
Ellas se enzarzan en su pelea de trincheras y a mí se me ocurre pensar en esas cosas de rabiosa actualidad que pasan desapercibidas, mientras se cuelga del palo mayor a Plácido Domingo por acusaciones relativas a presuntos hechos acaecidos hace treinta años. Me pasma constatar cómo salen gratis (de cara a la galería pastueña de esta maltrecha piel de toro) el patriarcado de Pablo Iglesias o los tics machistas de una TV con el peso ideológico de La Sexta que, en el fin de semana dedicado a la mujer, convoca a dos ex políticos en prime time con la siguiente brecha demencial: José Bono analiza el pacto de coalición del gobierno, mientras a Celia Villalobos la ponen a cocinar. Después de hablar de feminismo.
Ya mascullé las mil palabras, pero no tengo claro que me haya explicado bien; ¿Qué culpa tienen, entonces, las palabras? Por lo tanto concluyo: para el hombre, hablar de la mujer siempre será algo complejo y fuente de complejos; pero más hoy en día si cabe. Vivimos en un tiempo donde una devastadora forma de dictadura (la de nosotros mismos con nuestro propio pensamiento, o viceversa) nos ha llevado como sociedad a una deriva sin retorno; tras la pérdida de los valores tradicionales y la pavorosa hediondez de algunos de los nuevos, que aparecen en los catecismos mediáticos de riguroso estreno contemporáneo.
Y en todo ese magma, de nuevo la mujer perdiendo; como víctima definitiva, esta vez, de sí misma y de su guerra incivil dentro de su propia condición. Insisto: en abril hubiera escrito algo más sensual o en octubre más nostálgico (siempre bajo el yugo de lo políticamente correcto) pero este marzo envenenado de peleas femeninas solamente he podido hablar, sí: de mis complejos.
Una reflexión muy valiosa; claro que si lo digo, es porque comparto muchas de sus apreciaciones.
ResponderEliminarNo soy equidistante, prefiero ser sincero.