Ella
Ella, princesa, madre y esposa prometida
Ella. Que deslumbra con su regio
porte. Que maravilla vistiendo esos coloridos vestidos de verano. Que te mueves
como Ginger Rogers cuando bailamos, a pesar de mi torpe juego de pies. Que es
capaz de cegar con su irradiante ser el faro de Alejandría. Que no lo sabe,
pero cuando me mira, me recorre por el antebrazo una fría gota de nervios y
tembleque. Que rompemos a carcajadas cuando Thornton y Danaher empiezan a
mamporrearse en El hombre tranquilo. Que cuando llora amargamente cubre
sus ojos con sus rodillas para no dejarse ver el semblante, aunque le pida que
comparta su dolor conmigo, para hacer más ligera su pesada carga. Que siempre
dices que son los pequeños detalles y gestos de amor los que cambian el mundo. Que
no me importa celebrar mi cumpleaños un día después a causa de tu olvidadiza personalidad.
Princesa. Que me recibiste con
los brazos abiertos del perdón cuando metí la pata. Que supiste entender mi
gusto por Velázquez, y yo el tuyo por Dalí. Que te acurrucas y te quedas
dormida sobre mi hombro a la mitad de Koyaanisqatsi. Que me miras, me
sonríes, me acaricias y me convences para visitar de nuevo el Lázaro-Galdiano.
Que te desesperas por hacerme entender la elegancia de decir “buenos días”,
“buenas tardes” y “buenas noches”, aunque a mí me baste un “hola”. Que te
niegas a asistir a aquella manifestación por considerar que ya te manifiestas
conmigo mientras debatimos en la sobremesa. Que te ruborizas cuando te recibo
en el descansillo al son de Only You, bailamos lentamente escasos
segundos y con rapidez volvemos a casa antes de que se alboroten los vecinos.
Madre. Que deseabas con ahínco
ponerle “María” a nuestra primera hija, en vez del ya decidido “Mercedes”,
porque tu ángel de la guarda te recordó en sueños que era el nombre de aquella
tía tuya que te encomendó a nuestra Madre intensamente cuando tenías 40°C
de fiebre con apenas 5 años. Que gritaste como nadie el primer gol de Santiago
en la liga de fútbol escolar. Que leías El Viento en los Sauces a
Carmen, mientras yo rezaba despacio con Fernando la oración que Jesús nos
enseñó. Que consolabas a Sofía tras mi regañina por los comentarios de la
profesora de matemáticas.
Esposa. Que nos soportamos nuestros
defectos. Que nos disculpamos los fallos. Que celebramos juntos los éxitos. Que
juntos sufrimos los fracasos. Que te quiero como eres, sin dermoestética ni cirugías.
Que me encantas cuando recitas poesía. Que te retuerce hablar de política. Que
me enamoraste cuando opinaste que el matrimonio no es cosa de dos, sino de
tres. Que tardé en proponerte tomar una taza de café, cuando aún no sabía que
lo aborrecías. Que se me iluminaron los ojos cuando te vi rezando por primera
vez. Que ríes con malicia de niña inocente cuando me cuesta montar el carrito de
bebé. Que cantas con voz melodramática Mi Querida España. Que no nos acostamos
sin antes pedirnos perdón por alguna discusión, ya fuera asunto grave o mera bagatela. Que compartimos
reflexiones sobre el último libro leído, siendo tú de misterio y yo de novela
histórica. Que paseamos durante horas por el Parque del Buen Retiro. Que no
abandonamos la ilusión de hacer algún día el viaje de nuestros sueños desde
novios a los pueblecitos de los Cotswalds. Que al hacer algo que me
puede o te puede, nos decimos un “sí” sacrificado, aunque en ocasiones queramos
pronunciar un “no” perezoso. Que temblamos juntos de emoción al escuchar en
casa o en vivo el Hallelujah de Händel.
Prometida. No te conozco aún. No
sé cómo es tu rostro. Ni siquiera lo que te gusta y disgusta. Nunca he
contemplado tus andares. Tampoco sé si resplandeces de azul o de rojo, de verde
o de amarillo. Y, sin embargo, me preocupo por ti, rezo por ti, pienso en ti… Confío
en esta oración: cuando Él nos vea preparados, tendrá lugar el primer encuentro.
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