En el sueño
En el sueño, apareces desnuda, de espaldas, coqueteando con un lazo azul que adorna tu melena, en un curioso balanceo propiciado por el movimiento de tus pies (puntillas-planta, puntillas-planta), en un vaivén que dibuja siluetas en las sombras y que ofrece una imagen oscilante al reflejo del espejo en el que te miras.
Es la madrugada de un día de fin de semana. Has dejado tu ropa interior (de encaje, seductora, mínima) tirada a los pies de la cama y, por la ventana, entreabierta y agradecida en una noche primaveral que reta a un invierno impropio, se escucha el ruido de los pasos arrastrados de aquéllos que han decidido anticipar el final de sus crápulas correrías.
De repente, rápida y concisa, como el fogonazo de la luz de un rayo en una habitación abandonada, giras sobre ti misma y te lanzas al colchón, cubierto por sábanas de estreno (la caricia delicada de una tela inmaculada y virgen). Alargas tu brazo izquierdo hasta la mesilla de noche, enciendes el aplique y, desde el interior de la pantalla, una luz tenue acondiciona la habitación para la lectura.
El libro es compacto y, a pesar de ser un regalo, no cuenta con dedicatoria en sus primeras páginas. Has iniciado su lectura en varias ocasiones pero, azares vitales, efectos y consecuencias externas (endógenas), la has abandonado en tantas otras. Sabes que debes una respuesta. Recuerdas perfectamente la historia; el personaje te invita a pensar en un rostro ausente, pero cercano, en imposibles, en relojes que marcan horas disímiles al mismo tiempo, en caprichosas decisiones personales que convirtieron la causalidad en casualidad demasiado tardía.
Introduces tu cuerpo desnudo entre las sábanas y el roce del tejido (cadencioso y presumido), evoca palabras, insinuaciones, sexo no hecho físicamente, penetraciones verbales pero no orales, y tu mente te empuja en un escenario compartido, de baile, en el que los cuerpos desnudos revelan sus secretos y sus esencias, en el que la única regla asumida es la ausencia de prohibición, en el que el tiempo no se detiene porque se erige como una medida inservible… un reino dual, un paraíso de puertas y ventanas condenadas, un oasis olvidado por la cartografía, un océano sin influjo de las leyes físicas, un albero santificado en el que la muerte (pequeña) es la única rendición.
Permites que tu teléfono móvil repose cerca de ti. Quieres interrumpirle en sus vivencias. No son horas, quizá tampoco momentos apropiados, incluso el gozo de la lectura mezcla mal con una disipación tecnológica de alertas, fotografías, aspas azules o avances informativos del último drama universal. Pero justificas tu conducta por la posibilidad de la suya… ¿Y si él lo hiciera? ¿Y si él rompiera la magia de esta madrugada a dos voces actuada a cientos de kilómetros? ¿Y si lo onírico escapase de las normas estrictas y escrupulosas de la razón y la corrección?
Pulsas sobre su contacto. Un código de nueve dígitos almacenado en una memoria virtual que, sin embargo, jamás has querido retener (el riesgo posmoderno de la confianza en la tecnología. La sumisión humana a dispositivos que nos apartan de lo anejo para expandirnos a lo inconquistable). Pero no aciertas a pulsar el botón verde. O algo te detiene.
En el sueño, despiertas.
*************
En el sueño, se ve un hombre que da vueltas junto a un lecho con pesadas mantas.
Gesticula, sonríe, atilda su entonación, arrastra algunas palabras, corta (voluntariamente) otras para dejarlas inacabadas, pareciera impostar un acento indescriptible, mientras conversa utilizando unos auriculares inalámbricos.
La habitación está tenuemente iluminada por el mínimo halo que se filtra por el último recoveco de la persiana. Es una luz tibia, cuasi anaranjada, que baña todos los objetos de un ocre cerúleo.
La conversación discurre acelerada, saltando de unos terrenos a otros, cómplice (pero educada), taquicárdicamente innoble y, a la vez, respetuosa. Las voces se pisan, se sobreentienden, usan de un código común, esgrimen teorías, contra argumentan silencios, se regalan insultos que no son tales, murmullan y se arrullan en distancias peligrosas, en espacios propios del tango de la guardia vieja.
El hombre visualiza, en la oscuridad, una imagen (a lo sumo, dos). Las únicas conocidas. Y desea dotarlas de movimiento, elucubrar ejercicios, posicionar miradas, asentar manos, articular figuraciones, invocar privilegios que conoce inexistentes, pero anhelados.
Se deja caer sobre el colchón, exhausto, noqueado por las noches de insomnio previas, por las horas de meretrices agendas, pero aguantando, con compostura y elegancia, como si fuera el duodécimo asalto.
En el sueño, al tiempo que charla, el hombre se castiga por haber revelado su texto, una verbosidad creativa que se le antoja impropia de la altura requerida. Una obra correcta y, por ende, imperfecta; evocadora, pero no cautivadora. Mediocre, en suma. Pobre… Indigna.
Y, mientras no flaquea en una conversación que le requiere e impone máxima concentración, comienza a pensar un folio en blanco repleto de ocurrencias magistrales. Una narración compleja, con sus elipsis, escenificada en varios planos, confusa, especular, en la que lo onírico y lo real se entremezclan, en la que lo preferido es más alzado y vivencial que lo ocurrido.
En ese folio imaginario que la deriva va ensuciando de tinta caligráfica, tildes, puntos, paréntesis, palabras y espacios, una mujer brota de un sueño, desnuda, enfrentando su belleza, de beldad ateniense, a un espejo incapaz de refractar tal perfección. Y el hombre, ahora como espectador de ese folio en el que se cuenta un sueño, entiende, no sin resquemor e inquina, que, ni tan siquiera en esa creación onírica, los términos, las hipérboles, las metáforas, las onomatopeyas o las sinécdoques le resultarán de utilidad. Es una epifanía, una sindéresis.
El hombre susurra alguna frase en su estilo que, sin ser cortante, denota cierto aire de terminación.
La despedida es sutil, delicada, un adiós en la madrugada que derretiría témpanos y acortaría distancias.
Calcula en términos temporales y sabe de lo inútil de su actuación.
Quisiera situarse en otro lugar… ahora, ya.
En el sueño, el hombre se duerme.
*************
En la noche, el hombre reflexiona.
Tumbado boca arriba, examina sus principios.
Evita caer en el riesgo de la autocomplacencia física y, a la vez, reconoce que, incluso, y como en la canción, quizá fuera mejor así.
Asume que la madrugada se halla bien entrada.
Ha olvidado su ordenador portátil.
Desearía levantarse y, emborrachado y febril de un ardor ferviente, permitir que sus dedos compusieran las líneas de ese folio imaginario, soñado, apenas intuido en una pantalla propia de un juego de espejos.
*************
En la noche, la mujer acompasa el bombear de su corazón a un ritmo cadencioso, sincopado.
Recuerda algunos fragmentos de la conversación.
Se interroga sobre ciertos significados, atisba puertas, no todas abiertas (lo que implica que no todas se encuentran cerradas).
Imagina, o cree soñar, en un estado de duermevela, a un hombre que está tumbado en un lecho. Silente, pero con la respiración agitada.
Sonríe.
En la noche, victoriosa, la mujer sella un pacto con la vigilia.
*************
En el sueño, junto a una mesa baja, reposan dos libros (uno empezado. El otro terminado y ahora revisitado).
Una bebida es efervescente, cítrica, y exuda todo su vigor.
La otra es recia, sobria, antediluviana.
Los sillones continúan avejentando su terciopelo. Los camareros lucen mandiles con sus apellidos cosidos en hilo negro.
En el sueño, el hombre y la mujer aún no han comenzado a hablar.
Parecieran tantearse como dos rivales que han comprometido su honor en duelo.
Se miran a los ojos, y, ambos, aunque lo desconocen, descubren ese sueño.
Y, entonces, la realidad se desdibuja.
Las palabras pierden su significado.
Los sonidos suenan a silencio.
Las distancias no pueden medirse, ni siquiera en milímetros.
Las bebidas no refrescan y han obviado su amargor.
Los libros se deshojan, descubriendo páginas que son cordones de salvamento.
Ellos no rehúyen sus miradas.
Se saben eternos.
Guardadores de un código ancestral.
Desearían, por siempre, habitar el sueño del otro.
*************
En el sueño, ambos sueñan.
Es la madrugada de un día de fin de semana. Has dejado tu ropa interior (de encaje, seductora, mínima) tirada a los pies de la cama y, por la ventana, entreabierta y agradecida en una noche primaveral que reta a un invierno impropio, se escucha el ruido de los pasos arrastrados de aquéllos que han decidido anticipar el final de sus crápulas correrías.
De repente, rápida y concisa, como el fogonazo de la luz de un rayo en una habitación abandonada, giras sobre ti misma y te lanzas al colchón, cubierto por sábanas de estreno (la caricia delicada de una tela inmaculada y virgen). Alargas tu brazo izquierdo hasta la mesilla de noche, enciendes el aplique y, desde el interior de la pantalla, una luz tenue acondiciona la habitación para la lectura.
El libro es compacto y, a pesar de ser un regalo, no cuenta con dedicatoria en sus primeras páginas. Has iniciado su lectura en varias ocasiones pero, azares vitales, efectos y consecuencias externas (endógenas), la has abandonado en tantas otras. Sabes que debes una respuesta. Recuerdas perfectamente la historia; el personaje te invita a pensar en un rostro ausente, pero cercano, en imposibles, en relojes que marcan horas disímiles al mismo tiempo, en caprichosas decisiones personales que convirtieron la causalidad en casualidad demasiado tardía.
Introduces tu cuerpo desnudo entre las sábanas y el roce del tejido (cadencioso y presumido), evoca palabras, insinuaciones, sexo no hecho físicamente, penetraciones verbales pero no orales, y tu mente te empuja en un escenario compartido, de baile, en el que los cuerpos desnudos revelan sus secretos y sus esencias, en el que la única regla asumida es la ausencia de prohibición, en el que el tiempo no se detiene porque se erige como una medida inservible… un reino dual, un paraíso de puertas y ventanas condenadas, un oasis olvidado por la cartografía, un océano sin influjo de las leyes físicas, un albero santificado en el que la muerte (pequeña) es la única rendición.
Permites que tu teléfono móvil repose cerca de ti. Quieres interrumpirle en sus vivencias. No son horas, quizá tampoco momentos apropiados, incluso el gozo de la lectura mezcla mal con una disipación tecnológica de alertas, fotografías, aspas azules o avances informativos del último drama universal. Pero justificas tu conducta por la posibilidad de la suya… ¿Y si él lo hiciera? ¿Y si él rompiera la magia de esta madrugada a dos voces actuada a cientos de kilómetros? ¿Y si lo onírico escapase de las normas estrictas y escrupulosas de la razón y la corrección?
Pulsas sobre su contacto. Un código de nueve dígitos almacenado en una memoria virtual que, sin embargo, jamás has querido retener (el riesgo posmoderno de la confianza en la tecnología. La sumisión humana a dispositivos que nos apartan de lo anejo para expandirnos a lo inconquistable). Pero no aciertas a pulsar el botón verde. O algo te detiene.
En el sueño, despiertas.
*************
En el sueño, se ve un hombre que da vueltas junto a un lecho con pesadas mantas.
Gesticula, sonríe, atilda su entonación, arrastra algunas palabras, corta (voluntariamente) otras para dejarlas inacabadas, pareciera impostar un acento indescriptible, mientras conversa utilizando unos auriculares inalámbricos.
La habitación está tenuemente iluminada por el mínimo halo que se filtra por el último recoveco de la persiana. Es una luz tibia, cuasi anaranjada, que baña todos los objetos de un ocre cerúleo.
La conversación discurre acelerada, saltando de unos terrenos a otros, cómplice (pero educada), taquicárdicamente innoble y, a la vez, respetuosa. Las voces se pisan, se sobreentienden, usan de un código común, esgrimen teorías, contra argumentan silencios, se regalan insultos que no son tales, murmullan y se arrullan en distancias peligrosas, en espacios propios del tango de la guardia vieja.
El hombre visualiza, en la oscuridad, una imagen (a lo sumo, dos). Las únicas conocidas. Y desea dotarlas de movimiento, elucubrar ejercicios, posicionar miradas, asentar manos, articular figuraciones, invocar privilegios que conoce inexistentes, pero anhelados.
Se deja caer sobre el colchón, exhausto, noqueado por las noches de insomnio previas, por las horas de meretrices agendas, pero aguantando, con compostura y elegancia, como si fuera el duodécimo asalto.
En el sueño, al tiempo que charla, el hombre se castiga por haber revelado su texto, una verbosidad creativa que se le antoja impropia de la altura requerida. Una obra correcta y, por ende, imperfecta; evocadora, pero no cautivadora. Mediocre, en suma. Pobre… Indigna.
Y, mientras no flaquea en una conversación que le requiere e impone máxima concentración, comienza a pensar un folio en blanco repleto de ocurrencias magistrales. Una narración compleja, con sus elipsis, escenificada en varios planos, confusa, especular, en la que lo onírico y lo real se entremezclan, en la que lo preferido es más alzado y vivencial que lo ocurrido.
En ese folio imaginario que la deriva va ensuciando de tinta caligráfica, tildes, puntos, paréntesis, palabras y espacios, una mujer brota de un sueño, desnuda, enfrentando su belleza, de beldad ateniense, a un espejo incapaz de refractar tal perfección. Y el hombre, ahora como espectador de ese folio en el que se cuenta un sueño, entiende, no sin resquemor e inquina, que, ni tan siquiera en esa creación onírica, los términos, las hipérboles, las metáforas, las onomatopeyas o las sinécdoques le resultarán de utilidad. Es una epifanía, una sindéresis.
El hombre susurra alguna frase en su estilo que, sin ser cortante, denota cierto aire de terminación.
La despedida es sutil, delicada, un adiós en la madrugada que derretiría témpanos y acortaría distancias.
Calcula en términos temporales y sabe de lo inútil de su actuación.
Quisiera situarse en otro lugar… ahora, ya.
En el sueño, el hombre se duerme.
*************
En la noche, el hombre reflexiona.
Tumbado boca arriba, examina sus principios.
Evita caer en el riesgo de la autocomplacencia física y, a la vez, reconoce que, incluso, y como en la canción, quizá fuera mejor así.
Asume que la madrugada se halla bien entrada.
Ha olvidado su ordenador portátil.
Desearía levantarse y, emborrachado y febril de un ardor ferviente, permitir que sus dedos compusieran las líneas de ese folio imaginario, soñado, apenas intuido en una pantalla propia de un juego de espejos.
*************
En la noche, la mujer acompasa el bombear de su corazón a un ritmo cadencioso, sincopado.
Recuerda algunos fragmentos de la conversación.
Se interroga sobre ciertos significados, atisba puertas, no todas abiertas (lo que implica que no todas se encuentran cerradas).
Imagina, o cree soñar, en un estado de duermevela, a un hombre que está tumbado en un lecho. Silente, pero con la respiración agitada.
Sonríe.
En la noche, victoriosa, la mujer sella un pacto con la vigilia.
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En el sueño, junto a una mesa baja, reposan dos libros (uno empezado. El otro terminado y ahora revisitado).
Una bebida es efervescente, cítrica, y exuda todo su vigor.
La otra es recia, sobria, antediluviana.
Los sillones continúan avejentando su terciopelo. Los camareros lucen mandiles con sus apellidos cosidos en hilo negro.
En el sueño, el hombre y la mujer aún no han comenzado a hablar.
Parecieran tantearse como dos rivales que han comprometido su honor en duelo.
Se miran a los ojos, y, ambos, aunque lo desconocen, descubren ese sueño.
Y, entonces, la realidad se desdibuja.
Las palabras pierden su significado.
Los sonidos suenan a silencio.
Las distancias no pueden medirse, ni siquiera en milímetros.
Las bebidas no refrescan y han obviado su amargor.
Los libros se deshojan, descubriendo páginas que son cordones de salvamento.
Ellos no rehúyen sus miradas.
Se saben eternos.
Guardadores de un código ancestral.
Desearían, por siempre, habitar el sueño del otro.
*************
En el sueño, ambos sueñan.
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