Ella y el náufrago






El sincopado balanceo de la barcaza le hizo abrir los ojos y regresar a la impía soledad del mar. Se escuchaba en rededor un chapoteo de olas contra la madera quebrada de los costados y el silbido de una lengua de viento soliviantada azuzando el velacho fabricado con su propia camisa. A lo lejos, sobre la línea del horizonte, los tonos azulados de cielo y mar se habían fundido en una línea inasible, mientras a pocos pasos de su cenit un sol implacable vomitaba ráfagas de fuego sobre su desventura. Fue en aquel vacío inabarcable, el mayor de cuantos hubiese podido imaginar durante su azarosa existencia, donde volvió a reencontrarse con ella; a solas, en un tú y yo ineludible. El hombre se recostó contra la borda con suma dificultad y bocarriba, aun resignado a su suerte, fue capaz de perfilar el rostro amado entre un penacho de nubes blancas. Le bastó el simple reflejo de un haz de luz para reconstruir el verdor de aquella mirada tierna que lo desarmaba por dentro, y en ese vergel liberador quiso intuir su voz, dulce y melódica, como un ensalmo con el que pudiese atenuar sus tormentos. Imaginando el viaje de sus gráciles dedos sobre las sienes y los certeros movimientos con los que descosía los nudos de su melena enredada, amoldó el cuerpo al rigor de las tablas y sintió el tibio calor de su regazo. Pensó entonces que no habría mejor mujer con la que detener el paso del tiempo, ni más dichoso lugar donde echarse a morir. La áspera brisa marina le traía el perfume asilvestrado de su piel, y hasta en las agónicas bocanadas era capaz de hallar el aterciopelado roce de unos labios que él entendía labrados con cincel de orfebre. Solo el repentino estremecimiento que sacudía su cuerpo ajado pudo sacarlo levemente de tan dulce ensoñación. Y se sorprendió de su calentura, pues solo entonces, en los postreros minutos de su existencia, había sido capaz de reconocer cuánto la había amado. Él, que nunca quiso regalarle su corazón en defensa de una libertad casi pueril, tuvo por único deseo entregarle los restos de una vida naufragada. Forzado a una lucha baldía, el hombre se resistió a perder la cordura en el tramo final de su viaje, y angustiado por el retraso de la muerte física, intento mitigar sus fiebres afectivas para poder marchar con frente recia, sin remordimientos, asido a sus certezas incuestionables. Buscó en ella las fallas con las que mitigar el desconsuelo de su ausencia, y así, ignorando las propias, escudriñó las afrentas y agravios de una vida que sabía más longeva de lo soportable. Hurgó por todos los rincones de su alma, repasando las dobleces que él atribuía a su carácter, recorriendo los procelosos filos de unas emociones que despreciaba por incomprensibles. Pero todos sus intentos resultaron fallidos. Ya no encontraba nada desdeñable en ella, nada que no hubiese merecido el regalo de un compromiso firme, y ahora que se sentía capaz de atender sus peticiones, de interpretar sus silencios, de comprender sus decepciones, de reverenciar su paciencia, de sacralizar sus inseguridades, daba por cierto que no eran tales sus defectos. La aprensión a los padecimientos del amor había nublado su rumbo. Derrotado y compungido el hombre se dejó aprehender por su desconsuelo. Cuántos sentimientos apresados, cuántos versos malogrados, cuánto amor despilfarrado. «Si saliera de aquí, te buscaría para hacer de tu felicidad mi mayor desafío, mi reto inconcluso, mi único viaje. Abonaría nuestro jardín para que lo poblases con tus palabras, pintaría lienzos para inmortalizar tus gestos, anegaría las rosas con tus lágrimas para que nunca se marchitasen, me alimentaría de tus sonrisas y maduraría junto a ti, atento al compás de tus latidos», meditó en silencio. «Si saliera de aquí, no volvería a vivir sin ti». Así, como nunca lo había estado a lo largo de su vida, se sintió embargado por un sentimiento de gratitud hacia aquel amor incondicional; un amor tan magno y dadivoso que solo era concebible en un corazón de mujer. «Hablaré yo sin que tú me lo pidas, a sabiendas de que ya no me oirás y que tan siquiera lo necesitas», voceó en mitad de la nada. Y luego calló. Calló al comprender que de nada servían ya unas ofrendas tardías y desesperadas, carentes de destinatario. Ella, su amada silente, no estaba junto a él; y nunca más lo estaría porque, en verdad, nunca lo había estado. Fue así, herido por el naufragio de su alma, como acató la irrefutable realidad de su existencia y despreció el irredento inconformismo con el que había labrado tan altivo e intrincado camino; un camino de elevadas beldades que no admitía compañía. «Al menos la vida me ha concedido la gracia del arrepentimiento», se dijo a si mismo ungido por la lucidez del desahuciado. Por eso en aquel instante, un segundo antes de cerrar los ojos por última vez, buscó su perdón, drenó sus ojos de lágrimas y se despidió para siempre de la mujer que nunca supo encontrar.

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